ALBERTO MAGRO. PALMA. El individuo no tiene nada especial. Ni alto, ni bajo. Ni gordo, ni flaco. Ni luce traje, ni viste andrajos. Es solo un hombre de raza blanca y pelo castaño de unos treinta años que mira con impaciencia contenida la cola del supermercado. Como todos: es la hora de comer, el momento de las prisas. Con el reloj frisando las dos, el hambre aprieta y aún hay que pagar, llegar a casa, cocinar y zampar casi sin masticar antes de volver pitando al trabajo. De ahí los agobios de las cajeras del supermercado más concurrido de la calle Manacor y el aparente estrés de clientes como el individuo que no tiene nada especial, que en un instante pierde la condición de cliente y se gana la de especial. Sin cambiar de expresión empieza a caminar despacio hacia la salida. Una cajera levanta la mirada y la posa sobre el pan, los embutidos y la cerveza que lleva en brazos: "Perdone, señor...", se arranca la empleada, que da el pistoletazo de salida: el tipo antes anodino salta cual gacela y desaparece a la carrera con su pan y sus viandas sin que la alarma emita el mínimo quejido. No hay alarmas en el pan y el chorizo, aunque no habrían servido de nada contra semejante galope.
Una dependienta grita y otra se asoma corriendo a la puerta, mientras la cajera que dio el alto mantiene la calma. Da aviso y con aplomo de veterana curtida en años de hurtos graves y choriceos menores se dirige al siguiente en la cola, el que escribe y firma: "Últimamente pasa mucho. No da tiempo a nada. Algunos vuelven a los pocos días", resume sin ser preguntada la cajera habitual al cliente habitual, que unos días después encuentra algo no habitual en su supermercado predilecto: un vigilante de seguridad franquea el paso en la puerta por la que se esfumó el individuo que parecía normal y salió por piernas con material para unos bocatas.
Robar o no comer, esa es la cuestión. Son los efectos secundarios de una crisis que obliga a poner alarmas en el pan y el chorizo. Porque aunque las cifras de criminalidad del Ministerio del Interior digan que los robos y hurtos han bajado durante los dos años que van de recesión –de 14,3 casos por cada mil habitantes a 12,8–, la percepción en los negocios es bien distinta. También lo son los datos de las empresas de distribución comercial, que han visto cómo los productos robados pasaban del 1,25% de la facturación al 1,69%, un fuerte incremento que explica a su vez la proliferación de medios preventivos en una actividad que pierde 1.280 millones al año por fallos de seguridad, según los datos de la Asociación Española de Codificación Comercial (Aecoc), que agrupa a 24.500 empresas del sector.
Blindarte o que te roben es para ellas la cuestión. Lo confirma Miguel Ramírez, responsable comercial de una de las firmas de seguridad con más arraigo en la isla, Mevisa: "Ha aumentado el uso de sistema antihurto, sobre todo en la alimentación. Ahora hay que vigilarlo todo: la gente ya roba para comer. Saben que el cajero no puede enfrentarse a ellos. Y hay algunos muy descarados, que salen con el carro por la puerta y a ver quién les para". De ahí los vigilantes y el resto de la parafernalia, que tiene más intención disuasoria que abortiva. "Hay muchos niveles de seguridad, pero por poco dinero es posible instalar cámaras y alarmas con potencial disuasorio. Con 800 euros tienes un sistema bueno y con 350 puedes empezar a protegerte", aclaran en otra de las grandes empresas de seguridad de la isla, Trablisa, que no detecta mayor demanda, pero sí mayor necesidad de seguridad.
Lo denunciaban en días pasados en Diario de Mallorca comerciantes de todo tipo, a los que la crisis y sus apreturas han convertido en víctimas habituales de hurtos mayores y menores. A los golpes de antes, basados en el lucro goloso que dan los productos de lujo, se suman los palos de ahora, nacidos en la necesidad de muchas familias que se la juegan para salir adelante sin euros. Para unos y otros son los arcos de seguridad, opción tan extendida como vulnerable: desde hace años los ladrones saben que una bolsa con el interior forrado de aluminio basta para inhibir la señal de alarma e irse de rositas.
Aunque no siempre es así. "Ya hay detectores que avisan cuando hay gran cantidad de metal en una bolsa, para evitar eso", avisa Ramírez, que habla de la proliferación de ingenios que no evitan el robo, pero sí que el delincuente lo repita: "En las tiendas de ropa se usan dispositivos que manchan y estropean la prenda cuando se intenta arrancar la alarma. Pero así te roban igual", analiza el experto en seguridad, que antes que el potencial destructivo de la tinta prefiere las virtudes disuasorias de las videocámaras.
Sobre todo cuando el ladrón ya está en la empresa, algo que es más habitual de los que cabría pensar: según los informes de Aecoc, el 28% de los robos se gestan en la propia plantilla de los establecimientos, una cifra gruesa que gracias a las cámaras ha adelgazado. "Sin ellas sería muy difícil vigilar 24 horas al día", aclara el responsable de Mevisa, que confiesa que las necesidades de las empresas se multiplican. "Antes se vigilaban solo zonas delicadas de productos de más valor, como las bebidas alcohólicas, pero ahora hay que controlar las neveras, la charcutería, los embutidos...".
Cosas del hambre, que alimenta los robos y agudiza el ingenio. Y de qué manera. Las historias de quienes se dedican a la seguridad dejan claro que vigilantes y ladrones invierten lo mismo en I+D. "Cuando sale el virus, ya hay antivirus, e incluso antivirus para el antivirus", bromea el especialista de Mevisa. Por eso no se sorprende con ninguna técnica: ni con los cambios de etiqueta para abaratar el precio, ni con arrancamientos de alarmas en los probadores, ni con clientes que entran vestidos con un pantalón y se van con tres puestos, clásicos de ayer y hoy que conviven con chorizadas que rozan lo hilarante.
Es el caso de cacos cazados con una langosta fresca en el doble fondo del abrigo. O ladrones-ingenieros que fabrican un falso tetra break para rellenarlo de iPods y pasarlo por caja a precio de leche en un paquete de doce envases. O la historia del inocente travieso que cuando pita el arco se muestra sorprendido y enseña una alarma que ha cogido "sin saber lo que era", ocultando con la broma que lleva la mochila repleta de ropa robada. O la treta del matrimonio de los dos carros: llegan a caja en pareja con dos carros y cuando la cajera empieza a pasar los productos del segundo, el marido se va con el primero con la excusa de ir metiéndolo en el coche mientras la esposa espera hasta que pasa toda la compra, momento en el que ella alega que el marido tiene la cartera y dice ir a buscarle. El resto ya lo suponen. O no, porque el sistema aún funciona. Como funcionan métodos tan arcaicos como saltarse las alarmas huyendo por la salida de emergencia o corriendo por la puerta del supermercado con un pan y un chorizo. Es robar o no comer. Vigilar o ser robado.
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